viernes, 16 de agosto de 2013

Harry Potter o la magia de la idiocia (I)

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De la heptalogía —y los cientos de productos derivados— de J. K. Rowling hay mucho que decir, en contraste con lo poco que ha aportado o tiene que aportar la saga. No sólo es susceptible de ser valorada desde un punto de vista puramente teórico, sino que el fenómeno fan que dimana de la obra también es objeto de análisis . Vamos, que es una mierda contundente.

¡La cicatriz en forma de rayo! Una gran y locota aportación a la simbología literaria.




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En lo literario, Rowling no destaca por ser precisamente una Faulknerina. Si bien su narrativa evoluciona a lo largo de los siete volúmenes, creciendo de la mano de los personajes y dándole a cada episodio una narración de carácter más maduro, esto es lo mínimo que se le puede pedir tras tantos putos años dedicada al universo Potter. 

Una de las principales carencias de nuestra amiga J. es su deficiente capacidad para construir personajes. Cuando la figura que vertebra tu obra es el cliché del huerfanito maltratado, pero amoroso, valiente y abnegado, tan predecible como mediocre, es el momento ideal para comenzar una prometedora carrera en el terreno de la autoayuda, porque se te ha ido un poquito de las manos eso de reformular Oliver Twist. Los otros dos miembros de la tríada, Lisa Simpson Hermione Granger y Milhouse Van Houten Ron Weasley, son los pilares perfectos para un chavalito tan perversamente plano como Harry Potter: por un lado, la clásica empolloncita insufrible; por otro, el mejor amigo graciosete, un poco tonto y con un peculiar color de pelo. Ambos siempre fieles, ambos siempre dispuestos. 

Otro de los puntos flacos de la saga es lo lineal de la historia. ¿Entretenida? ¡Coño, claro que sí! Pero tan simple y vacía que asustar mirar a siete libros y que no te digan absolutamente nada. Supongo que para J. suponía un esfuerzo monumental incluir un poco de simultaneidad de sucesos, es decir, hilar acontecimientos no únicamente ligados a lo vivido por el protagonista, salir de esa puta visión harrycentrista constante y que, al menos a mí, me condenó al hastío absoluto. 
Que, además, la prosa de Rowling parezca dirigida únicamente a la exaltación de valores como el amor o la amistad no ayuda mucho a empujar las posibilidades del argumento de sus novelas, sino que lo encumbra como una cargante y lacrimógena mariconada. 


«Ey, niños, el amor y la amistad siempre lo petan de la hostia».


jueves, 30 de mayo de 2013

Torso

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Bendis y Andreyko parten de una premisa, basada en hechos reales, digna del cine de John Huston1: la historia del primer asesino en serie de los Estados Unidos, bautizado por los medios como “El Asesino del Torso”, y quien pondría en jaque al cuerpo policial, liderado por Eliot Ness —figura mitificada como adalid de la ley seca y persecutor de Al Capone junto a su equipo, los Intocables—, del Cleveland de los años 30.



Hasta aquí todo bien, tenemos los ingredientes para un perfecto comic noir: ilustrado en blanco y negro, continuas escenas nocturnas y sombras que nos dicen más del personaje que los propios diálogos; conversaciones que recuerdan a Dashiell Hammett; un psicópata capaz de borrar toda huella de su identidad y un agente, Ness, cuya fama le precede y quien ha de lidiar con los crímenes, la opinión popular y la corrupción latente en el condado.

El cuñado de Walter White Bendis haciendo que
patinéis sobre vuestros flujos vaginales.


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El gran atractivo de la obra reside en su estructura: las viñetas se encuadran y suceden como lo harían las ilustraciones del guión gráfico de una película. Sin embargo, este tipo de disposición tiene un handicap: requiere un lector activo, dispuesto a darle mil vueltas al volumen (os aseguro que toca hacerlo, especialmente en los últimos capítulos) y, sobre todo, que no se exaspere al ver la misma expresión repetida una jodida infinidad de veces.







[1] Haz click en mí :____(.

domingo, 26 de mayo de 2013

Némesis

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¿Y si Batman fuera el Joker? Simple y contundente. Así fue como Millar hizo pública, no sin cierta hostilidad por parte de DC —legítimo hogar de nuestro colega Batman—, la premisa de la que partiría su nueva obra: Némesis.



Tokio, Japón. Un madero maniatado y un edificio hasta los topes de explosivos; comienza la cuenta atrás. Nuestro protagonista no va a salvar la situación, qué va. Y es que nuestro hombre, un sádico ricachón uniformado de blanco -ese color que tan bien disimulan la sangre, sí-, es el autor de la fechoría. Realmente, de esta y muchas más, ya que lleva los últimos años consagrando su vida al crimen. Una curiosa forma de matar el aburrimiento la suya, sin duda.

Washington D. C., Estados Unidos. Tenemos ante nosotros a Blake Morrow: insigne jefe de policía, héroe, cabeza de familia y, bueno, el antagonista de esta historia; ahora convertido en el nuevo objetivo del súpervillano que hasta el momento había puesto en jaque al cuerpo policial asiático.
Sin embargo, esta vez hay algo diferente. No se trata de un ataque gratuito, sino de una vendetta. O eso parece...



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Bien, bien. Voy a ser totalmente sincera: a mí Némesis me produce sentimientos encontrados. Y es que el cómic se queda corto: personajes y trama bastante planos, amén de un final que me pareció harto desacertado. Pero, eh, no todo es malo. El asunto tiene dos puntos fuertes: la ilustración y el tempo.
Que el amigo Millar no ahondase en ciertos aspectos tiene su parte positiva: le proporciona a la historia un ritmo brutal, trepidante. Por su parte, McNiven es capaz de seguirle el compás al escocés, ilustrando momentos imposibles perfectamente coreografiados que parecen sacados de La Jungla 4.0 pero que, a pesar de todo, molan.

Sí, sí, este tío escribe guiones de cómic. 

Vamos, un cómic perfecto para una de esas tediosas tardes de domingo que están a punto de lanzarte al suicidio. Pero huíd de él si buscáis una radiografía profunda y elaborada de la psique humana porque, demonios, sólo encontraréis a un tío de blanco insultando como un campeón desde su jodido Audi.


lunes, 13 de mayo de 2013

Sólo un peregrino


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El Sol crece, engorda. Se vuelve una bola de fuego aún más colosal y hace que la Tierra, tal y como la conocíamos, se desvanezca. Ya no hay mares ni océanos, sólo un sempiterno desierto digno del más alarmista y postapocalíptico documental de Al Gore. Un páramo habitado por unos pocos supervivientes, condenados al nomadismo si no quieren convertirse en la cena de los preciosísimos y simpáticos engendros que ha creado la radiación solar. Muy esperanzador, ¿verdad?




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Pues bien, una de estas comunidades ambulantes está siendo atacada cuando aparece él. Un peregrino. Una suerte de anacoreta que difunde la palabra de Dios cuando algún pecador se cruza en su camino. Pero no se trata de un ermitaño o un predicador típico, qué va. Tenemos ante nosotros a un tío duro, un cabronazo armado hasta los dientes que ha decidido ofrecer su vida a Dios para expiar su pasado -el cual no voy a desvelar aquí, por supuesto-. Nuestro hombre les salva con unos métodos más bien poco ortodoxos y se convierte, a pesar de las reticencias por parte del grupo, en su guía a través del yermo.
Si la situación ya se antojaba complicada con un montón de alimañas pululando a sus anchas por el erial, ahora a nuestros amigos les persigue una banda de piratas del desierto -sí, como habéis leído- dirigida por una curiosa y sádica versión del capitán Garfio.

Y hasta aquí os pienso desvelar.



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En Sólo un peregrino, Garth Ennis y Carlos Ezquerra unen sus fuerzas para presentarnos un singular cataclismo con cierto regusto a western.
La historia, narrada desde la perspectiva de un niño, está cargada de sangre y violencia, como cabe esperar en cualquier trabajo del guionista irlandés. Tampoco faltan otros elementos característico de su obra: humor descarnado y el antihéroe. Y es que el amigo Ennis sabe cómo crear personajes de dudosa moral, insolentes, casi obscenos, sin que parezcan una caricatura mal hecha.
Por su parte, Ezquerra está impecable. Consigue ilustrar y hacer justicia el demencial mundo que nos presenta Ennis, además de jugar con la cuarta pared sin dificultar la lectura o comprensión. 

domingo, 5 de mayo de 2013

¿Por qué no te vas al carajo, Laura Gallego?

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Definitivamente la mayor ruina literaria que entró en mi casa fue un libro que, inocentemente, mi madre me regaló por uno de mis últimos cumpleaños como preadolescente: Memorias de Idhún I: La Resistencia, primera parte de la trilogía del asco puto.
En cuanto lo vi, supe que no podía esperar nada bueno de algo con cubiertas iridiscentes. Recuerdo cómo, unos minutos antes de abrirlo, me paré a imaginar a los empleados de la editorial votando por el que sería el diseño definitivo del exterior del libro. Menudos hijos de puta, sabían lo que era la mesura y habían escupido en la totalidad de su significado. De todos modos, la portada no era más que el preámbulo de algo infinitamente peor.


Tú no lo sabes, pero ¡brillo!

Por aquel entonces yo desconocía la existencia de Laura Gallego, y descubrirla me hizo caer en la cuenta de que los oligofrénicos no sólo escriben, sino que también publican. Tienen abnegados seguidores que les leen, apoyan y adoran a pesar de tener un claro problema a la hora de discurrir una historia nueva o de construir unos personajes creíbles y mínimamente complejos. Fue una forma cojonuda de dinamitar la idílica visión que tenía del mundo editorial.
Y aunque aquella primera cata me pareció aborrecible, tengo por costumbre terminar lo que empiezo, así que engullí la dichosa trilogía al completo. Sin embargo, mi total desprecio a esta escritora de mierda no se forjó hasta dos o tres años más tarde, en el instituto, donde una gilipollas que por aquella época me daba clase decidió hacernos leer Las crónicas de la Torre. Y fue ahí, justo en ese momento, cuando supe que no se trataba simplemente de una escritora atroz, sino que iba más allá. Laura Gallego había conseguido trascender los límites de la ineptitud, logrando así reformular el concepto de nulidad narrativa. Y, me cago en Dios, eso me llenó de ira adolescente.
Imaginadme en esa situación. Obligada a lidiar con una trama insulsa y unos personajes con motivaciones tan pueriles que podrían haber sido sustituidos por un par de zapatillas y nadie notaría la diferencia. Joder, era el auténtico drama.




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A día de hoy, algo que me causa un gran desasosiego —bueno, uno chiquitito, pero ahí está— son las fotos de esta señora, sonriendo como una subnormal, con un holocausto arbóreo entre sus manos. Una gran y jodida criminal, encantada de recibir tanto por hacerlo tan mal. Oh, joder, ¡pero si le pagan por follarse a la fantasía épica!

Jejejeje, sé contar hasta patata

No obstante, voy a romper una lanza a su favor, sin que sirva de precedente, y es que si algo podemos agradecerle a esta, la mujer de las tristes ojeras, es que ha sabido ver la epicidad que reside en el bestialismo.

Ahora, ¿por qué no te vas al carajo, Laura Gallego?



miércoles, 24 de abril de 2013

Que te jodan, Tim Burton

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Son las cinco y pico de la mañana y, mientras este glorioso café mata un poquito más mi salud y mis nervios, Johnny Depp observa el cielo desde su mansión en algún punto de la geografía norteamericana: ¿es el símbolo de Batman? ¡No! En su lugar, un enorme cardado —hecho señal luminosa— enclavado en el firmamento. Es inexorable, el pequeño Timmy quiere jugar.


Johnny oteando el horizonte.

Una peluca, bastante máscara de pestañas y unas chorreras después, aquel que una vez encarnó al bueno del doctor Gonzo llega a su destino: un plató con muchas cosas lúgubres en forma de espiral. Y por si esta oda a una trasnochada época victoriana no fuera suficiente, aparece una ojerosa Helena Bonham Carter lamentándose porque su vestuario no es lo bastante ecléctico o susceptible de producir un ataque epiléptico al espectador medio. Lo que yo llamo un locus amoenus cinematográfico, vaya.



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Con Tim Burton se abre el debate: ¿sello de identidad o desidia?

Dotar a tus obras de una estética distintiva, una marca visual que las haga únicas y reconocibles, puede ser un acto de genialidad. Asimismo que un director tenga actores fetiche no es algo nuevo, sino que se trata de un nexo que podemos encontrar con relativa facilidad y frecuencia: Akira Kurosawa con Toshiro Mifune y Takashi Shimura; Jean Pierre Jeunet y Marc Caro con Dominique Pinon; Martin Scorsese con Robert DeNiro o, cómo no, Tim Burton con sus siempre predilectos Johnny Depp y Helena Bonham-Carter.

En cualquier caso, cuando te vendes al mejor postor y tus obras pasan a ser una suerte de producto fotocopiado una y otra y otra vez, hasta dejar un remanente insustancial, tu genialidad se convierte en una mera caricatura. Te vuelves un estafador. Empaquetas ya sin mimo tu producto y vendes humo al mismo público apático que, irónicamente, se muestra ávido de toda la mierda que le puedas ofrecer. Y aquí se encuentra Burton quien, en vez de seguir con su estela de buenos trabajos —la trilogía de Batman, Ed Wood o Mars Attacks!—, prefirió ceder su culo por un bien mayor: filmar mariconadas.



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La tarea de profundizar en el declive artístico de Tim Burton se antoja ardua, especialmente si tenemos en cuenta que su carrera como director —unos treinta años— es irregular; aunque podemos encontrar algunos buenos trabajos, está principalmente plagada de títulos mediocres. El punto de inflexión es, sin duda, la última década, en la que ha decidido joder muy fuerte al séptimo arte. Y es que sabes que alguien ha perdido el último ápice de humanidad cuando tiene los santos redaños de dirigir perpetrar adaptaciones como El planeta de los simios, Charlie y la fábrica de chocolate, Sweeney Todd, Alice in Wonderland o Sombras tenebrosas, entre otras atroces películas originales.
Otro punto vital en este análisis es su elección de intérpretes. Como ya he dicho, la existencia de actores fetiche no es algo que Burton haya introducido; sin embargo, ¿les queda algo que aportarse mutuamente? Parece que no, que es puro nepotismo, cuando este tipo hace con sus preferencias de elenco lo mismo que con sus películas: escupirle en la cara a la innovación porque es cómodo y, ¡joder!, le funciona.

Cuando decides ser prolífico a pesar de haberte atado al conservadurismo creativo porque te conviene para llenar la cartera y, además, dejas que todo el peso interpretativo recaiga siempre en los mismos, impidiendo así cualquier posibilidad de que el exterior oxigene y mejore lo más mínimo el despropósito que tú has decidido engendrar, estás bien jodido.



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Mientras tanto, yo seguiré fantaseando con la idea de que algún comité internacional, velando por todo lo teológico y geométrico de este mundo, le prohíba inmiscuirse lo más mínimo en el cine.


En definitiva, ¡que te jodan, Tim Burton!