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Son
las cinco y pico de la mañana y, mientras este glorioso café mata
un poquito más mi salud y mis nervios, Johnny Depp observa el cielo
desde su mansión en algún punto de la geografía norteamericana:
¿es el símbolo de Batman? ¡No! En su lugar, un enorme cardado
—hecho señal luminosa— enclavado en el firmamento. Es
inexorable, el pequeño Timmy quiere jugar.
Johnny oteando el horizonte. |
Una
peluca, bastante máscara de pestañas y unas chorreras después,
aquel que una vez encarnó al bueno del doctor Gonzo llega a su
destino: un plató con muchas cosas lúgubres en forma de espiral. Y
por si esta oda a una trasnochada época victoriana no fuera
suficiente, aparece una ojerosa Helena Bonham Carter lamentándose
porque su vestuario no es lo bastante ecléctico o susceptible de
producir un ataque epiléptico al espectador medio. Lo que yo llamo
un locus amoenus cinematográfico, vaya.
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Con
Tim Burton se abre el debate: ¿sello de identidad o desidia?
Dotar
a tus obras de una estética distintiva, una marca visual que las
haga únicas y reconocibles, puede ser un acto de genialidad.
Asimismo que un director tenga actores fetiche no es algo nuevo, sino
que se trata de un nexo que podemos encontrar con relativa facilidad
y frecuencia: Akira Kurosawa con Toshiro Mifune y Takashi Shimura;
Jean Pierre Jeunet y Marc Caro con Dominique Pinon; Martin Scorsese
con Robert DeNiro o, cómo no, Tim Burton con sus siempre predilectos
Johnny Depp y Helena Bonham-Carter.
En
cualquier caso, cuando te vendes al mejor postor y tus obras pasan a
ser una suerte de producto fotocopiado una y otra y otra vez, hasta
dejar un remanente insustancial, tu genialidad se convierte en una
mera caricatura. Te vuelves un estafador. Empaquetas ya sin mimo tu
producto y vendes humo al mismo público apático que, irónicamente,
se muestra ávido de toda la mierda que le puedas ofrecer. Y aquí se
encuentra Burton quien, en vez de seguir con su estela de buenos
trabajos —la trilogía de Batman, Ed Wood o
Mars Attacks!—, prefirió
ceder su culo por un bien mayor: filmar mariconadas.
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La
tarea de profundizar en el declive artístico de Tim Burton se antoja
ardua, especialmente si tenemos en cuenta que su carrera como
director —unos treinta años— es irregular; aunque podemos
encontrar algunos buenos trabajos, está principalmente plagada de
títulos mediocres. El punto de inflexión es, sin duda, la última
década, en la que ha decidido joder muy fuerte al séptimo arte. Y
es que sabes que alguien ha perdido el último ápice de humanidad
cuando tiene los santos redaños de dirigir perpetrar adaptaciones
como El planeta de los simios,
Charlie y la fábrica de chocolate,
Sweeney Todd, Alice
in Wonderland o Sombras
tenebrosas, entre otras atroces
películas originales.
Otro
punto vital en este análisis es su elección de
intérpretes. Como ya he dicho, la existencia de actores fetiche no
es algo que Burton haya introducido; sin embargo, ¿les queda algo
que aportarse mutuamente? Parece que no, que es puro nepotismo,
cuando este tipo hace con sus preferencias de elenco lo mismo que
con sus películas: escupirle en la cara a la innovación porque es
cómodo y, ¡joder!, le funciona.
Cuando
decides ser prolífico a pesar de haberte atado al conservadurismo
creativo porque te conviene para llenar la cartera y, además, dejas
que todo el peso interpretativo recaiga siempre en los mismos,
impidiendo así cualquier posibilidad de que el exterior oxigene y
mejore lo más mínimo el despropósito que tú has decidido
engendrar, estás bien jodido.
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Mientras
tanto, yo seguiré fantaseando con la idea de que algún comité
internacional, velando por todo lo teológico y geométrico de este
mundo, le prohíba inmiscuirse lo más mínimo en el cine.
En
definitiva, ¡que te jodan, Tim Burton!